sábado, 20 de noviembre de 2010

El talón de Aquiles y La Vuelta. Dos cuentos de Marcelo Birmajer

El talón de Aquiles

Aquiles fue el más elogiado entre los héroes griegos que pelearon en la guerra de Troya. Era hijo de Tetis y Peleo.
Su padre era un poderoso rey, jefe de grandes ejércitos. Su madre, Tetis, una diosa marina que intercedió ante el principal de los dioses, Zeus, para que le permitiera hacer invulnerable a su hijo.
Aquiles fue alimentado con médula de leones y tigres. A poco de nacer, su madre lo sumergió en la laguna Estigia, cuyas aguas volvían al cuerpo humano invencible.
Pero, tal vez con el excesivo cuidado de las madres, lo sostuvo por un talón mientras lo sumergía; y ese talón quedó seco. Por tanto Aquiles era todo invulnerable salvo el talón de uno de sus dos pies, no sabemos si el izquierdo o el derecho. En el resto del cuerpo, ni las flechas, ni el fuego, ni las piedras, podían ocasionarle el menor daño.
Pero como los dioses participaban de esta guerra jugando con los humanos, cierta vez que Paris —el príncipe troyano que por raptar a la griega Helena originó esta sangrienta guerra— disparó una flecha envenenada contra Aquiles, el dios Apolo dirigió la punta hacia el talón vulnerable de nuestro personaje. Y así murió Aquiles.
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Sentado bajo la ventana del aula de mi colegio primario, yo me preguntaba: ¿por qué lo consideraban tan valiente, si era invulnerable?
¿En qué consiste la valentía de una persona que sabe que nada le puede hacer daño? Es sólo una pregunta.
¿Y los que estábamos allí sentados, podíamos llegar a tener algún remoto parecido con Aquiles?
Pues a primera vista no: nuestro cuerpo es totalmente vulnerable. Todo nuestro cuerpo es vulnerable. El fuego nos quema, el frío nos hiela, las flechas nos hieren. Nuestro cuello es tan frágil como nuestro talón.
Sin embargo, uno de los chicos sentados en aquel aula, basante lejos de la ventana, más bien cerca del pizarrón, a la izquierda, me sugirió lo contrario.
Se llamaba Gastón, era muy petiso y algo tímido. El grandote del aula, un repetidor llamado Zurlo, se burlaba de él continuamente. Feas burlas. Y además —esto era lo peor— le pegaba en la cabeza o le tiraba de una manera muy fea de las orejas.
Una mañana, Gastón se le tiró al cuello a Zurlo y comenzó una pelea.
Por supuesto, Zurlo ganó. Le pegó en la cara y en el estómago; y Gastón quedó tirado en el piso, pero sin llorar.
—Si me volvés a tocar —le dijo Gastón a Zurlo desde el piso—. Te voy a volver a pegar.
Zurlo no volvió a tocarlo, ni a burlarse de él.
Viendo al malherido Gastón tendido en el piso, pero con su actitud intacta, lo comparé con Aquiles y pensé: "Los seres humanos somos al revés que Aquiles: todo nuestro cuerpo es vulnerable salvo un talón invencible. Ese talón es nuestra voluntad".

La vuelta

La Odisea es el relato de cómo Ulises regresó de Troya a su patria, Ítaca.
Se vio forzado a engañar a un cíclope gigante, a huir de una terrible y semidivina mujer que devoró a varios de sus marinos, a desoír el canto dulce y mortal de las sirenas, a esquivar a los monstruos de la tierra y a las furias del mar. Y ni siquiera en Ítaca estuvo, al llegar, tranquilo: varios hombres deseaban a su esposa, la fiel Penélope, y sus riquezas.
Pero la aventura de su retorno es una de las más grandes jamás contadas. Dice el gran poeta griego Kavafis: cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca, ruega que el camino sea largo.
Porque sólo cuando el camino es largo y arduo, la aventura es memorable.
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La Odisea es un relato larguísimo, en cantidad y en aventuras.
Pero mis recuerdos son breves y variados.
En mi familia siempre se hablaba de cierta vez que me perdí en la playa juntando vasitos.
Caminé sin mirar a los costados, y en cuanto alcé los ojos estaba en un sitio que no conocía.
Las sombrillas eran de otro color, había canchas de tenis junto al mar y las personas hablaban en otro idima. No sabía en qué playa estaba, ni cómo se llamaba aquella en la que me aguardaban mis padres. Estaba perdido.
Finalmente, por una serie de casualidades milagrosas, una hésped del hotel donde nos alojábamos me reconoció y me llevó de regreso con mis padres; desesperados, ya habían dado aviso a la policía.
Esa noche me enteré de dos cosas: había caminado una buena cantidad de kilómetros y me habían llegado a buscar en helicóptero.
Cuando se narraba el incidente, y mis hermanos se burlaban de mí, yo me defendía:
—Bueno, después de todo —decía—, hablaban otro idioma y había canchas de tenis: no me perdí, descubrí otro continente.
—No descubriste nada —decía mi abuelo—. Te perdiste.
—¿Y cuál es la diferencia entre encontrar un lugar nuevo y perderse? —le pregunté desafiante.
—Saber cómo volver —dijo con tristeza mi abuelo.

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